La caldera bullía como un baile de avispas,
y el guiso protestaba con espesas burbujas.
La hoguera crepitaba, y saltaban las chispas,
bailando en torno mío como un coro de brujas.
Los salvajes gritaban en su lengua antiquísima
(una lengua antropófaga sin vestigio de escrúpulo)
mil canciones atroces con estrofas horrísonas
(y el tambor imitaba una estampida de búfalos).
El hirviente estofado que ablandaba mis carnes
desprendía un aroma de lo más suculento...
un aroma que habría llegado a gustarme
si no fuese mi cuerpo el desdichado alimento.
Las verduras flotaban cual bañistas ahogados
en aquella piscina (o ataúd en remojo).
En el agua, conmigo, una centena de grados
me besaba el pellejo, y lo pintaba de rojo.
Los niñitos caníbales, a cuál más impaciente,
se asomaban al borde de la horrible marmita,
y allí se relamían, enseñando los dientes
(“¡Yo me pido los muslos!” “¡Para mí las alitas!”)
La jungla se extendía en treinta mil direcciones,
mantel verde y titánico de una mesa macabra.
Y no iba a rescatarme ningún “Indiana Jones”
chasqueando los dedos con un “Abracadabra”.
En un árbol cercano, colgando en las lianas,
penduleaban los huesos de menús anteriores:
el francés, el austríaco, nuestro guía, mi hermana,
treinta y tres misioneros, un par de exploradores...
Y mordió el cocinero mi meñique con saña,
para ver si mis dedos se encontraban al dente,
y yo reprimí un grito, para dejar de España
una imagen de tierra de varones valientes.
Dijo el chef con su acento de simio humanizado:
“Ugn agunda zai otta, utta zai ung macunda”
que significa: “¡Albricias! ¡No está bien aliñado!”
en la cruda lingüística de esa caterva inmunda.
Me aliñaron con hierbas de sabores prohibidos
que jamás tendrán nombre en un manual de Botánica.
¡Cómo cambia la vida! Al más leve descuido,
te conviertes en plato de una cena satánica.
Y quisiera seguirles relatando en mis versos
los cruentos devenires de esta experiencia loca,
mas no va a ser posible: Estos ogros perversos
ya vienen a ponerme una manzana en la boca.
Madrid
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